domingo, 3 de abril de 2016

Aquella hermosa tarde de marzo...






           Con la perspectiva que me regala la distancia, cuando los posos de las emociones han caído al fondo del corazón, deseo recordar un hermoso día de marzo y un pregón eterno que ya no me pertenece, aunque formará para siempre parte de mi vida.

            Los días previos fueron de incertidumbre y nervios, consciente de la que se me venía encima y la enorme responsabilidad de subir al atril de nuestra Semana Santa para cantar y contar sus excelencias. Y aunque siempre estuve seguro de que mi alma iba guardada en las palabras de ese pregón que siempre quise escribir, la duda de si serían capaces de instalarse en el corazón de mi gente me inquietaba hasta la angustia. Presentía, por ello, que quizás sufriese el pregón en vez de disfrutarlo, aunque afortunadamente, no fue el caso.

            La mañana del sábado fue complicada, de visita, oración  y flores para los que ya no están y para mi Nazareno del alma, con mi profundo agradecimiento a Juan Carlos Morán y a la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús Nazareno por su disposición para permitirme unos minutos a solas con el Padre. Ya de tarde, un último vistazo al texto tantas veces releído y unos minutos a solas para colocar el pañuelo de la Virgen del Desconsuelo en el bolsillo de mi traje y la insignia regalada por los braceros del paso del Ecce Homo en la solapa. 

            Ya en el Auditorio, con una inesperada calma interior que alejó de mí cualquier atisbo de nerviosismo, me volví a sentir abrumado por la emocionante estampa de las tres cruces que se alzaban imponentes en el centro del escenario. Y a los pies del Cristo de la Misericordia, como una ofrenda de devoción y cariño, la horqueta de mi abuelo…qué más podía pedir. Con el convencimiento de que debía ofrecer a un Auditorio lleno lo mejor de mí, para que al cerrar el portafolio fuese ya parte de ellos, respiré hondo, bebí un sorbo de agua y comencé a soñar…

            Jamás en mi vida olvidaré esa hermosa tarde de marzo, la emoción de mi mujer y mi hija, de mi familia, el cariño de mi gente, la seriedad de quince niños de túnica con sus velas encendidas, los aplausos que percutían las notas de “Dolorosa” y sobre todo, la sensación de haber vuelto a asomarme junto a José Jáñez Cuervo a los tapiales del recuerdo.

            ¡Gracias, León!
            ¡Gracias, papones!