Al caer la tarde, la brisa empezó
a dibujar roleos con el humo que exhalaba, como suspiros, un incensario
ennegrecido y viejo. El sol se iba muriendo sobre un lecho de estrellas incipientes
y le amortajaba con delicada ternura un atardecer vestido de tonos sepias. Yo
la esperaba, como cada viernes, entre las sombras mortecinas de aquella
callejuela triste, donde la algarabía de la infancia y los primeros juegos ya
eran solo un hermoso recuerdo.
Me
había vestido de domingo, no se si con la ingenua esperanza de que te fijases
en mí o simplemente, para disimular el candor festivo que coloreaba mis
mejillas. Un murmullo luminoso de velas plañideras comenzó a teñir de sombras
las desportilladas paredes y a través de los viejos visillos de las ventanas se
intuían dolorosas ausencias. Tú venías recogida entre en el bullicio mudo de la
gente, que anunciaba tu llegada como una buena nueva y yo, me azoraba
imaginándote hermosa y dulce, como la última vez que fui a verte y al marchar, dejé
colgando de la aldaba de tu puerta un ramillete de esperanzas.
Y aprendí a amarte en silencio, a esperarte,
con mi traje de domingo, en una callejuela triste y a murmurar tu nombre
cuando, al pasar frente a mí, levantas tus ojos inundados de lágrimas de Madre
dolorosa…MORENICA.
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