miércoles, 16 de noviembre de 2016

VI Dolor...dolor de Madre


           Texto leído en el Acto de presentación de la Banda de Cornetas y Tambores de Nuestra Señora de la Soledad, celebrado en la Iglesia de Santa Marina el pasado sábado, 12 de noviembre de2016, junto a Gonzalo Márquez García, Carlos García Rioja, Alejandro García Montero, Antonio Alonso Morán, Rafael Menéndez Pérez y Xuasús González Fernandez.




Y cuando fue la tarde, porque era la preparación, es decir, la víspera del sábado, José de Arimatea, senador noble, que también esperaba el reino de Dios, vino, y osadamente entró a Pilato, y pidió el cuerpo de Jesús. Y Pilato se maravilló que ya fuese muerto; y haciendo venir al centurión, preguntole si era ya muerto. Y enterado del centurión, dió el cuerpo a José.  El cual compró una sábana, y quitándole, le envolvió en la sábana, y le puso en un sepulcro que estaba cavado en una peña, y revolvió una piedra a la puerta del sepulcro.

(Mc. 15, 42-46)


            Cuando la tarde del Sábado Santo empieza desfallecer como una bruma fúnebre sobre la basílica de San Isidoro, allí, frente a la Puerta del Perdón, papones con túnicas púrpuras y capirotes negros le arrancan los clavos al hijo de Dios y lo descienden con dulzura de una cruz que, ya desnuda, se recorta doliente sobre las primeras sombras que preludian tu dolor y tu soledad, Madre del alma.

De todas las muestras de dolor con las que escarchamos la primavera de nuestra ciudad, es la tuya, con tu Hijo muerto en el regazo, la que más me inquieta y me entristece. Te veo postrada, deshecha en lágrimas, abatida, sola y vuelvo mis ojos hacia ti con el vano deseo de enjugar tu llanto, de ser regazo y abrigo para tu angustia infinita. Arranco las cortinas de incienso que difuminan tu presencia y trepo por la luz tintineante del primer cirio, para llegar a ti, para restañar la herida que te desangra.

Fotografía: Danilo Tarantino


Y mientras por tu tristeza, la plaza se hace piedad y luto, de entre silencio sepulcral brotan suspiros mudos, como tiernas rosas.

Y se escucha el bisbiseo de la anciana que lleva horas esperando poder verte más allá de esa estampa ajada, que guarda como un tesoro en el bolsillo de un abrigo de paño, tan gris como su cabello. 

 Y se intuye el gorgojeo de las cuentas de un viejo rosario, del que cuelgan las últimas esperanzas de un hombre que se había olvidado de ti y avergonzado, te busca para pedirte un poco más de tiempo y poder volver a amarte como quizás un día te amó.

Y se percibe la inquietud del papón que va a llevarte sobre sus hombros, para que nos acerques a todos los que hemos salido a verte unas migajas de misericordia para compartir con los que menos tienen y menos necesitan para dibujarle sonrisas a la soledad y al miedo.

Y se agranda la ingenuidad del niño que, desde que te vio por primera vez, no ha dejado de preguntarse porqué nadie hace nada para evitar que tu Hijo muera y tú tengas que llorar una y otra vez las mismas lágrimas de cristal.

Y hasta se presiente el rubor del paseante distraído que se cruzó contigo por casualidad y al verte le recordaste a una mujer a la que hace tanto tiempo que no ve, que hasta ha olvidado su voz, pero curiosamente, se parece demasiado a ti…

Por eso buscamos consuelo en tu dolor, porque para los que te miramos, eres esa madre que nos arropa y nos arrulla. Es la calle la que nos acerca a ti, la que nos recuerda que la fe va más allá de templos y creencias. Porque tú estás siempre con los tuyos, con los que creen y con los que sin haber creído, encuentran en tu dolor alivio para el suyo, en tu ejemplo esperanza y en tu virtud un bálsamo reparador.
Y por eso estamos hoy aquí, para pregonar tu Soledad con sonidos de pasión.
Mirad y ved si hay mejor muestra de amor que la de estos músicos que hoy han querido recorrer las calles de su ciudad con los suyos, con su gente, para pregonar los dolores de una madre, para decirte que, allá donde ellos estén, donde ellos vayan, tú estarás con ellos y llevarán tus lágrimas de cristal sobre un pentagrama de sueños…


Que no se enlute la noche,
Que la cubran con luceros
Y una luna caprichosa
Tiña de plata las rosas
Que adornarán tus costeros.

Que huela a incienso y romero,
A sonrisa y caridad,
Como cuando era pequeño,
Que esta tarde nace un sueño
Con tu nombre, Soledad.

No os quedéis fuera y pasad,
Que donde haya un pentagrama
Con notas de compasión
Siempre habrá un gran corazón
Que ya no cabe en el alma.

Esta tarde, Tú eres calma,
Cirio, corneta y mantilla.
Esta tarde suena el viento
A Soledad y lamento…
Suena a “Señor de Sevilla”.


Manuel Jáñez Gallego


martes, 11 de octubre de 2016

Me enamoré de ti...






              Al caer la tarde, la brisa empezó a dibujar roleos con el humo que exhalaba, como suspiros, un incensario ennegrecido y viejo. El sol se iba muriendo sobre un lecho de estrellas incipientes y le amortajaba con delicada ternura un atardecer vestido de tonos sepias. Yo la esperaba, como cada viernes, entre las sombras mortecinas de aquella callejuela triste, donde la algarabía de la infancia y los primeros juegos ya eran solo un hermoso recuerdo.
            Me había vestido de domingo, no se si con la ingenua esperanza de que te fijases en mí o simplemente, para disimular el candor festivo que coloreaba mis mejillas. Un murmullo luminoso de velas plañideras comenzó a teñir de sombras las desportilladas paredes y a través de los viejos visillos de las ventanas se intuían dolorosas ausencias. Tú venías recogida entre en el bullicio mudo de la gente, que anunciaba tu llegada como una buena nueva y yo, me azoraba imaginándote hermosa y dulce, como la última vez que fui a verte y al marchar, dejé colgando de la aldaba de tu puerta un ramillete de esperanzas.
           
              Me enamoré de ti, como un chiquillo, la primera vez que te vi. Imaginaba que algún día, como hoy, te esperaría a la puerta de tu casa y recorreríamos juntos las viejas callejuelas que, también como hoy, recorres siempre con esa elegancia que hace que hasta la luna  empequeñezca a tu lado. Te escribía versos, que nunca te enviaba y cartas de amor que alguna vez fueron el tallo de una de las rosas que adornaron tu belleza serena y triste. Me afligía tu dolor, la pena que te cubría el rostro como un velo negro y sin pretenderlo, anhelaba ser pañuelo de consuelo y nana de arrullo para ti, mi amor. Componía canciones con los tañidos de las campanas que te anunciaban y bebía los vientos que desparramaban sobre tu ropa los besos que nunca he llegado a darte, esos que mueren añorando tu mejilla, con una agonía como de copos de nieve sobre teas ardientes.

             Y aprendí a amarte en silencio, a esperarte, con mi traje de domingo, en una callejuela triste y a murmurar tu nombre cuando, al pasar frente a mí, levantas tus ojos inundados de lágrimas de Madre dolorosa…MORENICA.

domingo, 3 de abril de 2016

Aquella hermosa tarde de marzo...






           Con la perspectiva que me regala la distancia, cuando los posos de las emociones han caído al fondo del corazón, deseo recordar un hermoso día de marzo y un pregón eterno que ya no me pertenece, aunque formará para siempre parte de mi vida.

            Los días previos fueron de incertidumbre y nervios, consciente de la que se me venía encima y la enorme responsabilidad de subir al atril de nuestra Semana Santa para cantar y contar sus excelencias. Y aunque siempre estuve seguro de que mi alma iba guardada en las palabras de ese pregón que siempre quise escribir, la duda de si serían capaces de instalarse en el corazón de mi gente me inquietaba hasta la angustia. Presentía, por ello, que quizás sufriese el pregón en vez de disfrutarlo, aunque afortunadamente, no fue el caso.

            La mañana del sábado fue complicada, de visita, oración  y flores para los que ya no están y para mi Nazareno del alma, con mi profundo agradecimiento a Juan Carlos Morán y a la Cofradía del Dulce Nombre de Jesús Nazareno por su disposición para permitirme unos minutos a solas con el Padre. Ya de tarde, un último vistazo al texto tantas veces releído y unos minutos a solas para colocar el pañuelo de la Virgen del Desconsuelo en el bolsillo de mi traje y la insignia regalada por los braceros del paso del Ecce Homo en la solapa. 

            Ya en el Auditorio, con una inesperada calma interior que alejó de mí cualquier atisbo de nerviosismo, me volví a sentir abrumado por la emocionante estampa de las tres cruces que se alzaban imponentes en el centro del escenario. Y a los pies del Cristo de la Misericordia, como una ofrenda de devoción y cariño, la horqueta de mi abuelo…qué más podía pedir. Con el convencimiento de que debía ofrecer a un Auditorio lleno lo mejor de mí, para que al cerrar el portafolio fuese ya parte de ellos, respiré hondo, bebí un sorbo de agua y comencé a soñar…

            Jamás en mi vida olvidaré esa hermosa tarde de marzo, la emoción de mi mujer y mi hija, de mi familia, el cariño de mi gente, la seriedad de quince niños de túnica con sus velas encendidas, los aplausos que percutían las notas de “Dolorosa” y sobre todo, la sensación de haber vuelto a asomarme junto a José Jáñez Cuervo a los tapiales del recuerdo.

            ¡Gracias, León!
            ¡Gracias, papones!