Relato escrito para la revista "Pregón"
Un
joven papón se ve abrumado por la responsabilidad de ocupar el puesto del
desenclavador titular en el Acto del Desenclavo, un sueño que puede acabar en
pesadilla.
Atajaron
a toda prisa por la calle San Francisco para ver de nuevo la procesión en la
Plaza del Grano. El Viernes Santo se desperezaba entre el aroma a incienso y el
ir y venir de papones vestidos de túnica negra. Se presentía un silencio de
plegaria en la brisa fresca que sacudía los rostros, como una bofetada tímida.
La Ronda rasgaba el amanecer con su cadencioso sonsonete y los monaguillos,
como príncipes del alba, teñían de morado las primeras luces del día con sus elegantes
mucetas festivas. María, Javier y Adrián se acomodaron frente a la puerta de
las Carbajalas cuando la Cruz de Guía ya acometía con decisión la calle Corta.
-Este año parece que hay menos gente. Seguramente será
por el frío, porque no tiene pinta de que vaya a llover-, comentó María.
Adrián y Javier asintieron casi al unísono, mientras uno
se ajustaba la bufanda y el otro se abotonaba hasta el cuello un elegante
abrigo negro. La Semana Santa unía a los tres amigos con un cordón umbilical
invisible que trascendía a su firme amistad de varios años. Podían entenderse tan
sólo con la mirada, con esa mirada que confluía en la majestuosa imagen de
Jesús Nazareno que, mecido con delicada ternura, parecía caminar con admirable aplomo al encuentro de su Madre,
pena bonita y rosa triste de cada Viernes Santo.
El móvil comenzó a vibrar en el bolsillo de Adrián con la
impaciente insistencia de una llamada. Se retiró lo más lejos que pudo del
bullicio del cortejo y descolgó el teléfono.
-Sí, soy yo…ah, hola, qué tal…claro, por supuesto que
puede contar conmigo…mañana por la mañana sin falta me paso por el colegio…¡muchas
gracias, hermano!
Adrián regresó junto a María y Javier que, al verle,
adivinaron en su rostro la felicidad que le embargaba.
-¿Qué pasa Adrián? Se te ha puesto cara de lelo-,
preguntó Javier, mientras María sonreía divertida.
- Pues que mañana voy a ser yo el hermano desenclavador.
El titular está fuera de León y no va a llegar a tiempo a la procesión.
María, exultante, se abrazó a Adrián, musitando en su
oído un: ¡enhorabuena!, que le brotó del
corazón, como un torrente. Javier, en cambio, parecía contrariado.
-Qué pasa Javi, ¿no te alegras?
- Sí, hombre, alegrarme claro que me alegro pero…es que
es un “marrón”. ¡Demasiada responsabilidad, Adrián! Pero si tú te ves con
fuerzas, pues adelante, chico…
Ninguno de los dos amigos puso en duda la sincera alegría
de Javier, aunque contrastase con la seriedad de su voz. Pero su preocupación
se instaló como un huésped molesto en el ánimo de Adrián, que, cuando comenzó a
ascender por la escalera firmemente sujeta a la cruz del Santo Cristo del
Desenclavo, escondía bajo su capirote negro el rostro desencajado.
Las breves instrucciones que Adrián recibió sobre cómo
soltar los clavos y la advertencia de tener cuidado de no pisarse la túnica al
ascender por la escalera o enredarse con el sudario, no sirvieron para calmar
sus nervios, sino todo lo contrario. La acongojante perspectiva de la Plaza de
San Isidoro, abarrotada de gente que clavaba sus ojos en él, pudo contribuir a
que, tras liberar sin problemas el clavo de la mano derecha, confundiese el
sentido de giro de la palomilla del de la mano izquierda y un extraño crujido
metálico le erizase el pelo de la nuca. Las palabras de Javier resonaban en su
cabeza como el tañido de unas campañas tocando a muerto: “demasiada
responsabilidad”. La palomilla giraba sobre la tuerca sin avanzar ni
retroceder. Un murmullo de impaciencia se extendió por la plaza como una niebla
tupida y fría, Adrián buscó en la mirada muda del Hermano Mayor la ayuda que la
solemnidad del momento le impedía rogar a gritos.
-Amancio,
vete a ver qué le pasa al chaval, que ya me estoy poniendo nervioso, anda.
Amancio,
que en su juventud fue tornero-fresador, ocupó el lugar de Adrián en lo alto de
la escalera. Estudió con pulcritud quirúrgica la pieza de hierro y sentenció al
oído del Hermano Mayor.
-No hay nada que hacer, se ha “pasao” la rosca
y no hay forma de arreglarlo en tiempo y forma…vamos, que hay que suspender el
desenclavo. “Pa” un año que no nos llueve, va y se “gripa” el jodío tornillo.
Adrián, encubierto
entre los braceros del paso, miraba asustado a María que, preciosa con su
sobrio traje de Manola, parecía buscar una explicación o un remedio para los
males de su querido amigo en la graciosa sinfonía de diminutas nubes que
colgaban del cielo, como notas musicales de un pentagrama celeste.
Los
acontecimientos se precipitaron a una velocidad vertiginosa. Una beata sugirió
que era un milagro, que el Señor no quería “tierra” y se empeñó en avisar al
Señor Obispo, que, desbordado por la situación y la insistencia de la piadosa
mujer, se personó en la plaza y decidió que, hasta consultar con estamentos
mayores, se suspendían el resto de cortejos.
-Es de
cajón, Don Mariano, si no se le baja de la cruz no se le puede dar Santo
Entierro-, comentó el Obispo al consiliario.
-Pero
Ilustrísima, con el debido respeto, si el Santo Entierro ya se le dio ayer.
-Ve usted
Don Mariano, eso es lo que no puede ser, que un día se le entierre y al siguiente
se le desenclave, caramba. Esto es una señal y como tal debemos tomarnos este
asunto. Roberto, avise a las hermandades
que salen después y dígales que, hasta nueva orden, se suspenden los cortejos-
ordenó el Obispo a su secretario personal, que no daba crédito a todo lo que
escuchaba y veía, pero como buen subordinado, cumplió con prestancia el
mandado.
Las
procesiones de la tarde finalmente fueron suspendidas y la del Domingo de
Resurrección también. Las palomas de gloria quedaron hacinadas en sus jaulas,
mientras cientos de personas contemplaban con curiosa piedad la imagen a medio
desenclavar del Santo Cristo del Desenclavo, que delante de la Puerta del
Perdón aún esperaba ser bajado de la
cruz. Las portadas de todos los periódicos daban cuenta del “milagroso”
acontecimiento y el malestar de los cofrades, que no pudieron sacar sus
procesiones por culpa del torpe descuido de un desenclavador suplente, que
asustado y triste, se vio de pronto zarandeado por un grupo de papones
alterados…
-¡Despierta
Adrián! Ay, hijo, pero que letanías murmurabas. ¿Estabas soñando? Levántate,
anda, que ya hace un rato que María y Javier te esperan en el salón.
Atajaron
a toda prisa por la calle San Francisco para ver de nuevo la procesión en la
Plaza del Grano. El Viernes Santo se desperezaba entre el aroma a incienso y el
ir y venir de papones vestidos de túnica negra. María, Javier y Adrián se
acomodaron frente a la puerta de las Carbajalas cuando la Cruz de Guía ya
acometía con decisión la calle Corta.
-Este año parece que hay menos gente. Seguramente será
por el frío, porque no tiene pinta de que vaya a llover-, comentó María.
El móvil
comenzó a vibrar en el bolsillo de Adrián con la impaciente insistencia de una
llamada. Lo miró con terror, como si en cualquier momento fuese a explotar
entre sus manos y dudó entre ignorarlo “ad infinitum” o contestar a la llamada.
Se retiró lo más lejos que pudo del bullicio del cortejo y descolgó el
teléfono.
-Sí, soy yo…ah, hola, qué tal…ufff, me va a ser
imposible…¡muchas gracias, hermano, pero… que corra turno!
Manuel
Jáñez Gallego